Participación política intergeneracional: una reflexión socioantropológica sobre la ruptura, la responsabilidad y la evolución humana
Participación política intergeneracional: una reflexión socioantropológica sobre la ruptura, la responsabilidad y la evolución humana
La participación política intergeneracional se ha convertido en uno de los temas más sensibles y complejos del debate contemporáneo. Mientras las sociedades proclaman su deseo de proteger, escuchar y fortalecer a las nuevas generaciones, en la práctica persiste un fenómeno contradictorio: se reproducen dinámicas de exclusión, rivalidad, abandono y deslegitimación recíproca entre personas jóvenes y adultas mayores, afectando la cohesión social y debilitando los procesos democráticos. Esta tensión no es nueva, pero en el contexto actual de hiperconectividad, crisis globales, polarización política y transformaciones culturales aceleradas, adquiere una visibilidad inédita que exige una reflexión profunda desde las ciencias sociales y del comportamiento humano.
Desde la sociología, el análisis indica que las brechas intergeneracionales emergen cuando los grupos de edad experimentan condiciones históricas distintas que moldean sus valores, expectativas y percepciones del mundo. Karl Mannheim, en su teoría clásica sobre las generaciones, explicaba que cada cohorte vive un “marco experiencial” único que la distingue de las anteriores. Sin embargo, en el siglo XXI este fenómeno se ha intensificado debido a ritmos de cambio mucho más vertiginosos: tecnologías disruptivas, crisis climática, transformaciones laborales, migraciones masivas y reconfiguraciones identitarias aceleran la distancia entre lo que cada generación considera normal, deseable o legítimo. El resultado es que mientras las generaciones adultas reclaman continuidad, orden y preservación de estructuras, las generaciones jóvenes demandan reconstrucción, innovación y ruptura de modelos que consideran insuficientes o injustos. Este choque estructural explica buena parte de las tensiones actuales.
No obstante, la antropología demuestra que toda sociedad necesita una continuidad simbólica para sobrevivir. Las culturas se transmiten mediante narrativas, rituales, normas y modelos de comportamiento, y cuando esta transmisión se fractura se generan vacíos identitarios difíciles de llenar. Es decir, la ruptura intergeneracional no solo es un conflicto social, sino un riesgo cultural, porque obstaculiza la transferencia de saberes que permiten a las comunidades evolucionar sin perder cohesión. En las últimas décadas, este proceso se ha visto obstaculizado por fenómenos como el debilitamiento de las estructuras familiares tradicionales, la sobrecarga laboral de los cuidadores adultos, la dependencia creciente de la tecnología en la socialización juvenil y la reducción de espacios comunitarios donde antes se construía memoria colectiva. La consecuencia es que las generaciones conviven físicamente, pero no se encuentran simbólicamente.
En la psicología social, especialmente en el estudio de la psicología de masas, se observa cómo los grupos tienden a generar identidades cerradas que excluyen a quienes no comparten su lenguaje, sus códigos o sus problemas inmediatos. Las generaciones, al actuar como “micromasas”, adoptan formas de pensamiento nosotros-contra-ellos, reforzadas por algoritmos digitales que intensifican la percepción de diferencia. Este fenómeno explica por qué pareciera que, aun en una era supuestamente más evolucionada, los seres humanos involucionan al reproducir actitudes de competencia, desprecio o indiferencia hacia quienes pertenecen a otras edades, cuando la verdadera evolución debería conducir al diálogo y la integración.
La psicología del desarrollo aporta otro ángulo crucial: el abandono emocional, económico, intelectual y simbólico hacia las nuevas generaciones no siempre es explícito, pero sí constante. En muchas sociedades, los adultos enfrentan presiones laborales, económicas y sociales que dificultan su capacidad de presencia afectiva. Sin embargo, esta ausencia silenciosa deja a niñas, niños y jóvenes sin referentes estables para comprender el mundo y sin modelos sólidos para la participación ciudadana. Esto produce, según estudios longitudinales, sensaciones de orfandad social, baja confianza institucional y una tendencia creciente a buscar pertenencia en espacios digitales donde los discursos pueden estar influenciados por intereses ajenos al bienestar colectivo. De manera paralela, las generaciones mayores sienten que su experiencia es desvalorada, que su conocimiento es descartado y que el acelerado cambio cultural los empuja a la marginalidad social, generando resentimiento y sensación de inutilidad.
Ambas posturas se retroalimentan negativamente. Las generaciones adultas culpan a las jóvenes por fenómenos que ellas mismas no resolvieron: inseguridad, crisis climática, desigualdad, corrupción, decadencia institucional. Mientras tanto, las generaciones jóvenes descalifican a las mayores por haber permitido o producido esos mismos problemas, sin reconocer que la estructura social que desean cambiar fue heredada a través de procesos históricos y no únicamente decisiones individuales. Así se profundiza una paradoja social: mientras insistimos en que nos importan las nuevas generaciones, las exponemos a conflictos que no les corresponden; mientras reclamamos respeto hacia las generaciones mayores, las invalidamos desde discursos que romantizan la juventud y descartan la experiencia.
Desde una mirada integradora, este conflicto es un síntoma de una crisis mayor: la crisis de la corresponsabilidad intergeneracional. Es decir, la incapacidad colectiva para reconocer que cada generación tiene un rol esencial en la construcción del presente. Las sociedades evolucionan cuando combinan la innovación de lo nuevo con la sabiduría de lo antiguo. Ni la tradición puede sostenerse sin adaptarse, ni la innovación puede sostenerse sin raíces. Por ello, la fractura actual no necesariamente revela involución humana, sino un proceso evolutivo incompleto, donde las capacidades tecnológicas avanzan más rápido que las capacidades sociales, emocionales y éticas para convivir.
Una verdadera evolución social implica reconocer que la política no es solo votar o manifestarse, sino participar activamente en la construcción del tejido social: acompañar, escuchar, educar, dialogar, transmitir y recibir conocimiento. No se trata de culpar a ninguna generación, sino de asumir con madurez el compromiso histórico compartido. Cada generación tiene algo que aportar: creatividad, memoria, energía, experiencia, visión crítica, resiliencia. Y la integración intergeneracional es la única vía sostenible para construir sociedades más humanas y democráticas.
En última instancia, la reflexión profunda nos conduce a una conclusión ética: cuidar a las nuevas generaciones no significa sobreprotegerlas ni moldearlas a nuestra imagen, sino crear condiciones donde puedan desarrollarse sin cargar los errores de quienes las precedieron. Y respetar a las generaciones mayores no significa idealizarlas, sino reconocer su legado sin dejar que sus limitaciones definan el futuro. La verdadera evolución del ser humano comienza cuando dejamos de competir por quién tiene la razón y empezamos a construir juntos el mundo que todos necesitamos.
Referencias
Arnett, J. J. (2015). Emerging adulthood: The winding road from the late teens through the twenties. Oxford University Press.
Bauman, Z. (2013). Liquid modernity. Polity Press.
Erikson, E. H. (1994). Identity and the life cycle. W. W. Norton.
Habermas, J. (1991). The structural transformation of the public sphere. MIT Press.
Mannheim, K. (1952). Essays on the sociology of knowledge. Routledge & Kegan Paul.
Morin, E. (1999). Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. UNESCO.
Twenge, J. (2017). iGen: Why today's super-connected kids are growing up less rebellious, more tolerant, less happy—and completely unprepared for adulthood. Atria Books.
UNESCO. (2021). Reimaginar juntos nuestros futuros: Un nuevo contrato social para la educación. UNESCO Publishing.
TEXTO EN INGLÉS
Intergenerational Political Participation: A Socio-Anthropological Reflection on Rupture, Responsibility, and Human Evolution
Intergenerational political participation has become one of the most sensitive and complex topics in contemporary debate. While societies proclaim their desire to protect, listen to, and strengthen newer generations, a contradictory phenomenon persists in practice: dynamics of exclusion, rivalry, abandonment, and reciprocal delegitimization are continually reproduced between younger and older generations, undermining social cohesion and weakening democratic processes. This tension is not new, but in today’s context of hyperconnectivity, global crises, political polarization, and accelerated cultural transformations, it acquires unprecedented visibility that requires deep reflection from the social sciences and behavioral sciences.
From sociology, analysis indicates that intergenerational gaps emerge when age-based groups experience different historical conditions that shape their values, expectations, and worldviews. Karl Mannheim, in his classic theory of generations, explained that each cohort lives within a unique “experiential framework” that distinguishes it from those that came before. However, in the twenty-first century this phenomenon has intensified due to much faster rhythms of change: disruptive technologies, the climate crisis, labor transformations, massive migration, and accelerated identity reconfigurations increase the distance between what each generation perceives as normal, desirable, or legitimate. The result is that while older generations call for continuity, order, and preservation of structures, younger generations demand reconstruction, innovation, and the dismantling of models they consider insufficient or unjust. This structural clash explains much of the tension we see today.
Nevertheless, anthropology shows that every society needs symbolic continuity to survive. Cultures are transmitted through narratives, rituals, norms, and behavioral models, and when this transmission is fractured, identity voids emerge that are difficult to fill. In other words, intergenerational rupture is not only a social conflict but also a cultural risk, because it obstructs the transfer of knowledge that allows communities to evolve without losing cohesion. In recent decades, this process has been disrupted by phenomena such as the weakening of traditional family structures, the labor overload facing adult caregivers, the increasing dependence of young people on technology for socialization, and the decline of community spaces where collective memory was once built. The consequence is that generations coexist physically but do not meet symbolically.
In social psychology, especially in the study of mass psychology, we observe how groups tend to generate closed identities that exclude those who do not share their language, codes, or immediate concerns. Generations, acting as “micro-masses,” often adopt us-versus-them thinking patterns, reinforced by digital algorithms that intensify perceptions of difference. This phenomenon explains why even in an era supposedly marked by greater human evolution, people appear to regress by reproducing attitudes of competition, contempt, or indifference toward those belonging to different age groups, when true evolution should lead to dialogue and integration.
Developmental psychology offers another essential angle: emotional, economic, intellectual, and symbolic abandonment toward younger generations is not always explicit, but it is constant. In many societies, adults face labor, economic, and social pressures that limit their capacity to be emotionally present. However, this silent absence leaves children and young people without stable reference points to understand the world and without strong models for civic participation. According to longitudinal studies, this produces feelings of social orphanhood, low institutional trust, and an increasing tendency to seek belonging in digital spaces where discourses may be influenced by interests unrelated to collective well-being. At the same time, older generations feel that their experience is undervalued, that their knowledge is dismissed, and that the accelerated pace of cultural change pushes them toward social marginalization, generating resentment and a sense of uselessness.
Both positions reinforce one another negatively. Older generations blame younger people for phenomena they themselves failed to solve: insecurity, climate crisis, inequality, corruption, institutional decay. Meanwhile, younger generations disqualify older ones for having allowed or produced these same problems, without recognizing that the social structure they seek to change was inherited through historical processes rather than individual decisions. Thus, a social paradox deepens: while we insist that younger generations matter to us, we expose them to conflicts that are not theirs; while we demand respect for older generations, we invalidate them through discourses that romanticize youth and discard experience.
From an integrative perspective, this conflict is a symptom of a larger crisis: the crisis of intergenerational co-responsibility. In other words, the collective inability to recognize that each generation has an essential role in building the present. Societies evolve when the innovation of the new is combined with the wisdom of the old. Tradition cannot survive without adapting, and innovation cannot endure without roots. Therefore, today’s intergenerational fracture does not necessarily signify human regression but rather an incomplete evolutionary process, where technological capabilities advance faster than the social, emotional, and ethical capacities required for coexistence.
True social evolution requires recognizing that politics is not only about voting or protesting, but about actively participating in the construction of the social fabric: accompanying, listening, educating, dialoguing, transmitting, and receiving knowledge. It is not about blaming any generation, but about collectively assuming historical responsibility. Every generation has something to contribute: creativity, memory, energy, experience, critical vision, resilience. And intergenerational integration is the only sustainable path toward building more humane and democratic societies.
Ultimately, deep reflection leads to an ethical conclusion: caring for younger generations does not mean overprotecting them or molding them in our own image, but creating conditions in which they can grow without carrying the burdens of those who came before. And respecting older generations does not mean idealizing them, but acknowledging their legacy without allowing their limitations to define the future. Human evolution begins when we stop competing for who is right and begin building, together, the world we all need.
References
Arnett, J. J. (2015). Emerging adulthood: The winding road from the late teens through the twenties. Oxford University Press.
Bauman, Z. (2013). Liquid modernity. Polity Press.
Erikson, E. H. (1994). Identity and the life cycle. W. W. Norton.
Habermas, J. (1991). The structural transformation of the public sphere. MIT Press.
Mannheim, K. (1952). Essays on the sociology of knowledge. Routledge & Kegan Paul.
Morin, E. (1999). Seven complex lessons in education for the future. UNESCO Publishing.
Twenge, J. (2017). iGen. Atria Books.
UNESCO. (2021). Reimagining our futures together: A new social contract for education. UNESCO Publishing.


Comentarios
Publicar un comentario