Discernimiento ético: el arte de formar el juicio moral
En un mundo cada vez más complejo, donde las decisiones individuales repercuten de manera directa en los entornos sociales, culturales y tecnológicos, formar un juicio moral no es solo una aspiración filosófica, sino una necesidad educativa y humana. El discernimiento ético implica la capacidad de pensar antes de actuar, de deliberar con libertad interior y conciencia crítica, y de asumir con responsabilidad las consecuencias de nuestras decisiones. Se trata de una competencia profunda que articula razón, sensibilidad, experiencia y compromiso con los demás.
La ética, como rama de la filosofía, se ha dedicado desde la Antigüedad a estudiar el comportamiento humano en relación con el bien y el mal. Sin embargo, el discernimiento ético va más allá de teorías abstractas: se expresa en la vida cotidiana, en los pequeños gestos, en la forma en que resolvemos dilemas personales, familiares o sociales, incluso en cómo utilizamos la tecnología o participamos en el debate público. Es, en esencia, un proceso formativo que involucra tanto la inteligencia como la voluntad, la conciencia como la empatía, la reflexión como la acción.
Educar para el discernimiento ético no significa imponer un código moral universal ni adoctrinar a las personas con reglas fijas, sino cultivar una actitud de apertura, análisis y responsabilidad frente a la vida. Significa acompañar a los estudiantes y ciudadanos a preguntarse, por ejemplo, si lo que hacen beneficia o daña a otros, si sus actos fortalecen la dignidad humana o la vulneran, si sus elecciones promueven la justicia o la indiferencia. Estas preguntas, más que respuestas cerradas, promueven un desarrollo profundo del pensamiento y la sensibilidad moral.
A lo largo de la historia, la ética ha sido abordada por diversos pensadores que, desde sus contextos filosóficos y sociales, buscaron entender la naturaleza del bien, la justicia y la virtud. En la Antigua Grecia, Sócrates fue uno de los primeros en plantear que la ética no debía ser enseñada como una doctrina, sino cultivada a través del diálogo, el cuestionamiento interior y el conocimiento de uno mismo. Su método, la mayéutica, consistía en ayudar a las personas a “dar a luz” sus propias verdades morales a través de preguntas profundas. Para él, nadie hacía el mal voluntariamente; el error ético era fruto de la ignorancia. Por tanto, conocerse a uno mismo era el primer paso hacia una vida justa.
Platón, discípulo de Sócrates, desarrolló una visión ética centrada en la idea del Bien como la forma suprema. En su obra La República, describe cómo el alma debe gobernarse por la razón, la voluntad y el deseo, en armonía, para alcanzar la justicia interna y externa. Aristóteles, a su vez, sistematizó la ética como ciencia práctica en su Ética a Nicómaco. Introdujo la noción de virtud como un hábito que se adquiere mediante la repetición de actos buenos y afirmó que la virtud consiste en alcanzar un justo medio entre extremos.
Durante la Edad Media, el pensamiento ético se fusionó con la religión. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, retomó las ideas aristotélicas y las vinculó con la doctrina cristiana. En su visión, la ley natural —inscrita en la razón humana— permite al ser humano distinguir el bien del mal y vivir conforme a su propósito divino.
En la modernidad, Immanuel Kant planteó una ética basada en el deber. Según él, una acción es moralmente correcta si se hace por respeto a la ley moral, expresada en su famoso imperativo categórico: “Obra solo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal”. Kant creía que la moralidad era una cuestión de razón y autonomía: el ser humano es libre cuando actúa conforme a principios que él mismo reconoce como válidos para todos.
Ya en la época contemporánea, John Stuart Mill propone un enfoque distinto: el utilitarismo. Para él, la acción moral es la que produce la mayor felicidad para el mayor número de personas. Si bien este enfoque ha sido criticado por relativizar el valor de los principios, también abrió el debate a la dimensión social de la ética, poniendo énfasis en las consecuencias de los actos.
Más cerca de nuestra época, Lawrence Kohlberg investigó cómo las personas desarrollan su sentido moral a lo largo de la vida. Su teoría de las etapas del desarrollo moral mostró que pasamos por distintos niveles: desde un enfoque centrado en la obediencia y el castigo en la infancia, hasta un nivel postconvencional donde se toman decisiones basadas en principios éticos universales. Su trabajo evidenció que el discernimiento ético no es estático, sino un proceso evolutivo que puede ser educado y estimulado.
Ese proceso de discernimiento requiere una base sólida construida sobre cuatro pilares fundamentales: el autoconocimiento, la empatía, la capacidad crítica y la responsabilidad moral.
El autoconocimiento es la capacidad de observarse a uno mismo con honestidad y profundidad. Implica reconocer nuestras emociones, motivaciones, valores, prejuicios y limitaciones. Solo una persona que se conoce puede evaluar con claridad si sus decisiones responden a sus principios o a presiones externas. El autoconocimiento nos permite actuar desde la autenticidad y no desde la imitación ciega o la conveniencia.
La empatía es la habilidad de ponerse en el lugar del otro, de comprender sus emociones, necesidades y perspectivas. No se trata solo de simpatizar con alguien, sino de reconocer su humanidad. La empatía es esencial en el juicio ético porque nos impide despersonalizar al otro o reducirlo a un medio para nuestros fines. Una persona empática considera el impacto de sus decisiones en quienes lo rodean y valora el bien común.
La capacidad crítica es la facultad de analizar, cuestionar y reflexionar sobre nuestras creencias, acciones y las normas sociales. Una persona con pensamiento crítico no acepta verdades absolutas sin examinarlas, ni se guía por la inercia del grupo. Esta habilidad es crucial para discernir entre lo correcto y lo incorrecto cuando las reglas existentes entran en conflicto o cuando el entorno presenta dilemas morales complejos.
Finalmente, la responsabilidad moral es el compromiso de asumir las consecuencias de nuestras decisiones y actos. Una persona ética no se limita a actuar bien por temor al castigo o por deseo de recompensa, sino porque comprende que sus acciones tienen efectos en los demás y en sí misma. La responsabilidad implica estar dispuesto a rendir cuentas y a corregir errores cuando se reconoce haber causado un daño.
Estos cuatro elementos no se desarrollan de un día para otro. Requieren de una educación intencionada, acompañamiento afectivo, reflexión constante y experiencias reales donde poner en práctica el juicio moral. El discernimiento ético, en definitiva, es una habilidad profundamente humana que nos permite vivir con integridad, construir relaciones justas y participar conscientemente en la transformación de nuestro entorno.
TEXTO EN INGLÉS
Ethical Discernment: The Art of Forming Moral Judgment
In an increasingly complex world, where individual decisions directly impact social, cultural, and technological environments, forming moral judgment is not merely a philosophical aspiration—it is an educational and human necessity. Ethical discernment involves the ability to think before acting, to deliberate with inner freedom and critical awareness, and to take responsibility for the consequences of our decisions. It is a profound competence that integrates reason, sensitivity, experience, and commitment to others.
Ethics, as a branch of philosophy, has long studied human behavior in relation to good and evil. However, ethical discernment goes beyond abstract theories: it manifests in daily life, in small gestures, in how we resolve personal, family, or social dilemmas—even in how we use technology or engage in public debate. It is, in essence, a formative process that involves both intelligence and will, conscience and empathy, reflection and action.
To educate for ethical discernment does not mean imposing a universal moral code or indoctrinating individuals with fixed rules, but rather cultivating an attitude of openness, analysis, and responsibility toward life. It means guiding students and citizens to ask themselves, for example, whether what they do benefits or harms others, whether their actions uphold or violate human dignity, and whether their choices promote justice or indifference. These questions, more than fixed answers, encourage the development of deep thinking and moral sensitivity.
Throughout history, ethics has been addressed by various thinkers who, from their philosophical and social contexts, sought to understand the nature of good, justice, and virtue. In ancient Greece, Socrates was among the first to propose that ethics should not be taught as a doctrine but cultivated through dialogue, inner questioning, and self-knowledge. His method, the maieutic, aimed to help people "give birth" to their own moral truths through deep questioning. For Socrates, no one does evil voluntarily; ethical error stems from ignorance. Thus, knowing oneself was the first step toward a just life.
Plato, Socrates’ student, developed an ethical vision centered on the idea of the Good as the supreme form. In his work The Republic, he describes how the soul must be governed by reason, will, and desire in harmony to achieve internal and external justice. Aristotle, in turn, systematized ethics as a practical science in his Nicomachean Ethics. He introduced the concept of virtue as a habit acquired through the repetition of good acts and asserted that virtue lies in achieving a just mean between extremes.
During the Middle Ages, ethical thought merged with religion. Thomas Aquinas, for instance, adopted Aristotelian ideas and integrated them into Christian doctrine. In his view, natural law—inscribed in human reason—enables people to distinguish good from evil and live according to their divine purpose.
In modernity, Immanuel Kant proposed a duty-based ethics. According to him, an action is morally right if done out of respect for the moral law, expressed in his famous categorical imperative: “Act only according to that maxim whereby you can at the same time will that it should become a universal law.” Kant believed that morality was a matter of reason and autonomy: humans are free when they act according to principles they recognize as valid for all.
In the contemporary era, John Stuart Mill proposed a different approach: utilitarianism. For him, a moral action is one that produces the greatest happiness for the greatest number of people. While this view has been criticized for potentially compromising principled integrity, it also opened the debate to the social dimension of ethics, emphasizing the consequences of actions.
Closer to our time, Lawrence Kohlberg researched how people develop their moral sense throughout life. His theory of moral development stages demonstrated that we move through different levels: from a focus on obedience and punishment in childhood to a post-conventional level where decisions are based on universal ethical principles. His work showed that ethical discernment is not static but an evolving process that can be educated and stimulated.
This discernment process requires a solid foundation built on four key pillars: self-knowledge, empathy, critical thinking, and moral responsibility.
Self-knowledge is the ability to observe oneself with honesty and depth. It involves recognizing our emotions, motivations, values, biases, and limitations. Only someone who knows themselves can clearly evaluate whether their decisions align with their principles or stem from external pressures. Self-knowledge enables us to act from authenticity, not from blind imitation or convenience.
Empathy is the ability to put oneself in another’s place, to understand their emotions, needs, and perspectives. It is more than sympathizing—it is about recognizing their humanity. Empathy is essential to ethical judgment because it prevents us from dehumanizing others or using them as means to our ends. An empathetic person considers the impact of their decisions on those around them and values the common good.
Critical thinking is the capacity to analyze, question, and reflect on our beliefs, actions, and societal norms. A person with critical thinking does not accept absolute truths without examination nor is swayed by group inertia. This ability is crucial to discerning right from wrong when existing rules conflict or when the environment presents complex moral dilemmas.
Finally, moral responsibility is the commitment to assume the consequences of our decisions and actions. An ethical person does not act rightly out of fear of punishment or hope for reward, but because they understand that their actions affect others and themselves. Responsibility means being willing to be held accountable and to correct mistakes when one realizes they have caused harm.
These four elements are not developed overnight. They require intentional education, emotional support, ongoing reflection, and real-life experiences where moral judgment is put into practice. Ethical discernment, ultimately, is a deeply human skill that enables us to live with integrity, build just relationships, and consciously participate in the transformation of our world.
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Bibliografía
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